Adicto al tabaco desde los 16 años, Terenci Moix sabía que los cigarros acabarían matandole, pero, ni por esas y pese a repetidos intentos, pudo salir de esa trampa mortal. En la madrugada del 2 de Abril de 2003, la enfermedad pulmonar obstructiva crónica que padecía desde hacía tiempo cumplió definitivamente sus designios, quitándole el último suspiro.
Terenci Moix, se convirtió en uno de los escritores más leídos de la literatura española tras la publicación de No digas que fue un sueño (Premio Planeta 1986), con más de un millón de ejemplares vendidos.
El 4 de Junio del año 2000, tres años antes de su fallecimiento, y después de estar tres meses sin fumar, publicó un artículo en El País que tituló «Yo fui esclavo del tabaco», un texto en el que contaba las dramáticas consecuencias de su adicción al tabaco y en el que anunciaba esperanzado que «la esclavitud al cigarrillo se me aparece como algo lejano», a pesar de acabar sucumbiendo al tabaco de nuevo.
Terenci, que no pudo salir de la trampa del tabaco ni con libros de ayuda, acupuntura, ondas electromagnéticas, parches de nicotina, pastillas, boquillas ni con sus ganas de vivir, respondía a esta cuestión con claridad, diciendo que le había faltado lo más importante: «la decisión verdadera, asumida, de querer dejarlo realmente. Los cojones que Tabacalera me había arrebatado».
Yo fuí esclavo del tabaco
He estado a punto de morir con la gentil colaboración de Tabacalera Española. Puedo hacer esta afirmación con absoluta certeza porque he sido fiel a los productos nacionales desde 1957. El consumo salvaje de las marcas Celtas y Ducados me permite afirmar que los asesinos hablan mi idioma. Tampoco hay duda respecto al color: es negro, negrísimo, color culpa. Cuando he residido en el extranjero han sido Gitanes y Gauloises, con la aportación decididamente cutre de los Nazionali cuando viví en Roma. Y todos en cantidades tan ingentes que justifican el título de este artículo, al estilo de «Yo fui una madre soltera» o «Yo fui un Frankenstein adolescente». O, siguiendo con el cine: «Me llamo Lillian Roth y soy una alcohólica». Así, pues, confesión pura y dura.
Descartando los factores obvios sobre los que inciden razonablemente todos los escritos contra el tabaco, sí quisiera esgrimir mis derechos al récord de tabaquismo; y, puesto que me había sido diagnosticado un enfisema pulmonar en grado avanzado, mis aspiraciones al Guinness de la estupidez. Cuando para suerte mía fui a caer en manos de la doctora Dolores Sorribes, con su excelente sistema Fumafín para dejar de fumar, contabilizamos el alcance de mi suicidio con las siguientes cifras: unos 70 cigarrillos diarios, durante doce meses, daban aproximadamente más de veinticinco mil cigarrillos al año. Esto en 1999. Calculen cuarenta años fumando y salen más de diez millones de cigarrillos.
Estamos hablando, naturalmente, de una compulsión, pero en lenguaje llano puedo llamarlo obsesión, delirio y hasta locura. Sólo con epítetos un tanto desorbitados puedo calificar a los alucinantes momentos en que intenté desengancharme. Y esto en una época en que el enfisema ya había convertido mi caso en cuestión de vida o muerte. Vértigos, estados de histeria, alucinaciones, agresividad, eran algunos peldaños que me hacían subir directamente a la desesperación. Tales reacciones me hacían ver que casi cuarenta años de tabaquismo habían hecho su efecto. No era una constatación demasiado útil. El reconocimiento de un fallo y su enmienda no siempre van juntos; sobre todo cuando la adicción es tan traidora como para aportar a cada causa su justificación; sus coartadas a menudo múltiples. La primera de ellas: «Si no dejo el tabaco es porque no quiero. Y, después de todo, siempre hay tiempo para hacerlo».
Pero el tiempo transcurre, las facultades menguan, la basura va invadiendo los pulmones, al final los devora y la dependencia crece hasta convertirse en una esclavitud. Lo más lógico es reconocer de una vez que me he convertido en una piltrafa, pero los Ducados pueden más. Pertenezco a la raza de fumadores que quieren dejarlo… sin quererlo dejar.Con mi enfisema debidamente diagnosticado continué consumiendo el veneno y reduciendo mi calidad de vida al mínimo, por no decir a la nada absoluta. Nunca faltaron excusas. ¿Cómo iba a escribir una sola página sin mis aliados, los cigarrillos? Pero los Ducados no me han convertido en Joyce. ¿Cómo hacer el amor sin aspirar, después, una calada, como hacían las heroínas de la nouvelle vague? Pero no se me presentó la oportunidad, porque gracias al tabaquismo entré directamente en la impotencia sexual, con el consiguiente deterioro de mis relaciones de pareja. Pero seguí prefiriendo los Ducados a un acto de amor; y al cabo los preferí a la posibilidad de caminar. Tanto es así que el pasado año, tuvo que llevarme un coche desde el hotel Ritz al Museo Thyssen, donde daba una conferencia. No podía cruzar el paseo del Prado, pero de mis tres paquetes de Ducados no me apeaba ni el dios Neptuno, testigo de aquel dislate.
En tales circunstancias, no podía recurrir a las frases estilo «virgencita mía, ¡qué cruz me has mandado!»; y no podía porque la cruz me la busqué yo, aunque no sin ayuda. A los dieciséis años recurrí al cigarrillo como tantos otros: no para hacerme el macho -comprenderán que esto siempre me importó un pito-, sino como forma de distinción social, aprendida en la moda y, desde luego, en los dioses del cine; pero las tabacaleras todavía no me alertaban con esa astuta advertencia que adornaría las cajetillas muchos años después, cuando ya era demasiado tarde: «El tabaco perjudica seriamente la salud». Santo aviso, pero ambiguo. El tabaco entraría a formar parte de las múltiples cosas que pueden dañar la salud en mayor o menor grado, pero nunca, en anuncios o cajetillas, he leído que los cigarrillos CREAN ADICCIÓN. Y es aquí donde los fumadores perjudicados estamos en el derecho de exigir responsabilidad y de acusar a las tabacaleras de criminales.
Porque no es cierto, como han escrito recientemente algunos compañeros, que el fumador pueda dejar de fumar de la noche a la mañana; no es cierto que se trate de un simple problema de albedrío. La adicción es la trampa mortal. Y lo es en un grado que no he conocido en cosa alguna. Como mucha gente de mi generación -los blessed sixties- yo fumé hierba en cantidades adecuadas, le di a los hongos, al peyote y un poquito al LSD. En resumen, cosas ideales para escuchar a Ravi Shankar y comer membrillo. ¿Por qué olvidé la hierba y todo lo demás -Ravi Shankar incluido-, y en cambio los Ducados han permanecido a mi lado, año tras año, día a día, minuto a minuto? ¿De qué poderosa materia estaban hechos esos diablillos como para irme convenciendo de que eran amiguetes cuando, de hecho, eran mojones en mi camino hacia el desastre?
Son más poderosos que cualquier droga, pues mientras me convertían en adicto, en obseso, en esclavo, me hacían creer que me estaban ayudando. Pero ¿a qué? Los problemas, cualesquiera que fuesen, seguían existiendo aunque los disfrazase tras una cortina de humo. Más aún: generaban un nuevo problema, que no era sino el reconocimiento de mi irresponsabilidad. Si no fumaba caía en la desesperación; si fumaba me desesperaba por ceder. Y a fe que intenté dejarlo por todos los medios aconsejados: libros de ayuda, acupuntura, ondas electromagnéticas, parches de nicotina, pastillas, boquillas… Sólo que faltaba lo más importante: la decisión verdadera, asumida, de querer dejarlo realmente. Los cojones que Tabacalera me había arrebatado.
Mientras, el enfisema seguía su curso. Y el tabaco también. Una pintoresca pulmonía doble vino a completar el cuadro. Y a mayor peligro, más tabaco.
Enlazo con el principio: he visto a la Muerte cara a cara. No era como la de Ingmar Bergman, negra, ni como la de Woody Allen, blanca. Era azul, como un paquete de Ducados, y cada vez que en la clínica me agujereaban venas y arterias para introducirme sueros o sondas, o yo qué coño sé, imaginaba que me estaban incrustando cigarrillos. Después de todo es lo que había estado haciendo yo mismo durante 40 años. En esta excursión a las fronteras del Más Allá descubrí el único final de la abominación, que no es otro que romper con ella a rajatabla. Con ayudas pertinentes, llámense parches, pastillas, comidas -nunca saboreada antes-, horas de sueño, lo que sea pero siempre como elección inevitable.
Hace ya tres meses de esta decisión, y la esclavitud al cigarrillo se me aparece como algo lejano, como un engaño destinado a anularme. Y lo que más me maravilla es la rapidez de esta recuperación, la ausencia de sufrimiento -temor tan importante para quienes quieren dejarlo-, la fácil eliminación de la nicotina -otro de los temores más extendidos- y, sobre todo, la insólita sensación de serenidad derivada de una autoestima que se va acrecentando a medida que pasan los días. ¡Esas sobremesas sin cigarrillos, cuando siempre pensé que serían el momento más delicado! Y esos mil actos que no podía efectuar sin ir fumando y que ahora cumplo tranquilamente. Sin añoranzas, sin recuerdos. No digamos ya el percatarme de que, en esos noventa días, mi cuerpo ha dejado de consumir más de seis mil cigarrillos. También el lujo de permitir que los demás fumen a mi lado, sin inmutarme, porque entre las cosas que no pienso hacer es convertirme en flagelo de fumadores; o sea, dictador de la salud ajena.
Me siento muy orgulloso de mí mismo, pero al mismo tiempo me tengo por estúpido por no haberlo dejado antes. Y es que el deterioro ha sido inexorable. Por más que haga a partir de ahora, seguiré viviendo con mis facultades considerablemente disminuidas. Ninguna reforma conseguirá devolverme el trozo de pulmón que me falta, por no hablar de deficiencias cardiovasculares, sexuales y algunas bendiciones más. Mi falta de voluntad me ha convertido en un medio hombre. Y todo gracias a Tabacalera Española, que me presentó a mis asesinos cuando tenía la tierna edad de dieciséis años y no estaba en condiciones de reconocer los variopintos disfraces de la Muerte.
*Este artículo apareció en El País, en la edición impresa del domingo, 04 de junio de 2000